lunes, 4 de abril de 2011


Ni los niños de al lado, ni sus viejos amantes, ni su padre enfermo conocen la verdad, si es que existe alguna.
Su largo exilio en México y el amor de dos hombres la hicieron presa de su poesía. Presa errante de la forma y el contenido, amante crónica.
Largas caminatas entrando y saliendo de esos murales : la conversación eterna con la historia de un pueblo marcada en las paredes.
Dicen que pinta su rancho de un color distinto cada año. Cambia las cortinas día a día y prende inciensos por las tardes. Tiene sus propios rituales y cierta idea de la felicidad, como todos: Sus papeles, su amor, el perfume de las cosas, los colores de los cuartos y México resumiéndolo a su manera.
Sándalo en el ambiente, vainilla en las comidas, el té traído de lejos. Blanco en las paredes del fondo, amarillo en el interior más poblado, un lila claro afuera, un rojo saturado en el alma.
El recuerdo de un hombre alto, de manos grandes y besos inmensos. Un hombre que construyó puentes y cortó leña y escribió panfletos y le hizo el amor cada día de lluvia...y todos los demás.
Otro hombre sereno que le mostró un camino, lamió las heridas y la besó hasta el infinito como aquel amigo que no entiende de reproches, ni de histeria, ni de Joyce ni de cuentos chinos.
La eternidad en uno ojos verdes. La paz en la negrura de una mirada que prepara el café cada mañana.
No son días de revolución ni de creer en todo lo que fue dado.
Unos chiquilines juegan cerca. La mano fuerte de lo que perdura,el manuscrito en la mesa de entrada, el pan casero que siempre sobra, Montevideo que aún le canta. El hombre sereno que siempre escucha. El amante lejano que una noche volverá en su carro antiguo diciendo "che", oliendo a tabaco...

Por la ventana, el humo espeso de un sahumerio. Se opaca el día, un auto azul frena en la puerta. La ilusión detrás de unas cortinas verdes, que mañana serán violetas y pasado quién sabe...

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