miércoles, 2 de febrero de 2011


Fuimos a ver jazz. Debo jurar que me aburrí mucho, pero mucho. Raramente. No suelo aburrirme (enojarse, molestarse, hartarse nunca es aburrirse). Crucé a la plaza San Martín. Descolgué una idea. Paré un taxi.
Mis nuevos encuentros conmigo son cada vez más fieles. El jazz logra incomodarme luego de 15 minutos de un bajo grave y solemne. No voy a engañarlos. Es tarde, aunque depende para qué. Mañana tendría que ocuparme de mis dientes y de la alegría, a menos que doblando la esquina algùn vicio poco peligroso abra su cajita de música y me haga bailar. De ser así danzaremos en un empedrado y soñaremos Portugal,un rato más tarde, fumando algo que nos aparte del ridículo(no es simple gobernar algunos pasos)
La historia de los libros y de los personajes agendados pudo arrojarme del auto en movimiento pero la corrección política que estreno este verano me ha alcanzado hasta la puerta de casa... una casa silenciosa que me espera, y yo quiero estar ahí: regar las plantas con la caricia del silencio que me pide perdón y se anima a acercarme la mejor música. Quiero mirar esos musguitos que crecen en los techos vecinos, silvestres. Y oír a los amantes de abajo que prenden y apagan la luz.
Salir a comprar helado de la mano de un rumor me hace sonreír.
Me miro en un vidrio sucio y veo que en un punto no soy la misma: sólo en uno. Reconocer éso fue lo mejor del día y de la noche que acaba de irse en sandalias, por Villa Urquiza, después de una larga caminata alrededor de mí misma.
Adoro el helado más que a las flores que intento cuidar
Recurro a pensar que el centro de la ciudad, en verano, después de las diez, es un logro de nadie que suelo disfrutar como si fuera todo mío. Insisto en creer que este lugar todavía me acaricia, así como el silencio, aunque a los gritos. Uno no elige cómo ser amado. Uno sólo quiere serlo. No lleno mi copa por éso. Aunque por algo he brindado antes de subir a ese coche, lo recordé cruzando Triunvirato.

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