lunes, 10 de enero de 2011
El señor que junta los cajones de madera me conmueve como pocos. Está marcado en su cara, él. Marcado por la vida. Yo tengo los ojos rojos, por llorar algunas pérdidas, pero en él todo es pérdida y ni siquiera noto el color de sus ojos. Sus pàrpados están caídos y el alcohol lo mantiene dormido la mitad del día. Así y todo, entre pesadilla y pesadilla, es capaz de incorporarse, recordarme y decir "que tenga un buen día, doña". Soy una doña cualquiera para él, pero también para todo esa jungla agitada que en enero se toma un descanso. No veo la diferencia.
El señor tiene memoria. A pesar del vino y del hambre.
Todavía veo esa vieja frazada con rombos que robé en El Chaltén, debajo de sus miles de mantas apiladas, y creo que me relaciona con algo de éso: con el rojo del rombo grande, con un invierno más o solo con alguna corrida nocturna llegando desde Pichincha
Miro la autopista. Por encima corren, viajan, hay rumbo. Debajo, todo está detendido para siempre. Allí no hay "momentos". El más feo para siempre vive debajo del cemento, entre cartones y algún fuego improvisado.
No pretendo salvar mi culpa burguesa -que no existe- de ningún modo posible pero ese hombre me desea buenos días y mi estupidez todavía se niega a hacerle caso.
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