Juan A.Gutiérrez es chaqueño, tiene 60 años, tez morena y ningún sueño. Sus manos tímidas, siempre están como a la espera de una orden para tomar lo que la vida ha puesto delante de sus ojos que, a decir verdad, es bastante poco. Todo lo que existe no le corresponde, según sus manos como cartón corrugado.
Juan vivía en un hotel familiar en donde hay 5 baños y 15 familias .Cada noche pensaba, puesto que ya no sueña, que la próxima temporada se mudaría a otro hotel. Tal vez a uno con “más comodidad”, algo para un hombre como él: tranquilo, silencioso,solitario. No dormía bien, allí, gracias al bullicio permanente del lugar.
Juan tuvo 4 hermanos. Su padre, Jacinto, lo empujó al oficio de la construcción desde los 14 años. Desde esa edad, igual que sus hermanos, trabajó como albañil.
Antes de lo atroz, Juan no tenía la suerte (?) de estar en ninguna obra de manera fija. Hacía changas semanales. “No lloré. En este íspa, la construcción siempre te deja una guita” supo decirle el dueño del hotel a Juan, con voz de hombre vivido, siempre convencido de sus dichos. A lo que Juan no dijo nada. El es de esas personas que asienten con la cabeza, en gral.y, y con cierta cortesía frente a ese tipo de comentarios.... y frente a otros también. Es un hombre muy tímido que siente no tener las palabras ni las respuestas para encarar algunas situaciones.
Juan está separado. Su ex mujer es Azucena, chaqueña. Se vinieron juntos, hace cerca de 30 años a vivir a Buenos Aires, dónde tuvieron 2 hijos. Están alejados desde hace 6 pero ninguno de los dos saber explicar la razón de esa separación. A veces, incluso, habrán de coincidir al decir cosas como :”no daba para más”. Azucena también milita el silencio.
Juan es muy delgado. Es un hombre de poco comer, naturalmente, y de mucho beber....casi naturalmente. Se podría decir que toma de alcohol, lo suficiente para que cualquier estadística de consumo oficial diga de él que es un alcohólico.
Juan sufre, se nota, pero no lo dice. Sabe leer y escribir pero no suele utilizar seguido ninguna de esas artes. El don de la palabra no le fue dado, para decirlo de cualquier forma. La retórica, claramente, no es su fuerte y la preciada "cura a través de la palabra" no será signo de sanidad en él.
Juan solía caminar las calles mirando hacia abajo, siempre portando su típico bolso. Típico en los obreros que pasan muchas horas fuera del hogar, trabajando durante largas estadías.
El solitario Juan, todas las tardes después de trabajar, se sentaba en patio del hotel que carecía de toda vegetación: ni una flor, ni una planta, ni una maceta de adorno. Rara vez alguien visitaba el único pulmón de aire del edificio. Esos 2 mts.x 3 de cemento, eran un refugio para Juan. Ahí el hombre se animaba a observar la tarde....incluso a verla caer. No frecuentaba bares, plazas, clubes ni otros espacios sociales. Se le moría el sol en la espalda arqueada y apenas lo registraba. Contemplaba La Nada, podría decirse....pués ¿qué otra cosa parecida a lo que no existe se desprende de la idea de no tener fantasías, sueños, esperanzas; excepto la nada misma? Alguien podría contradecir esa idea y apostar que tal vez sí soñaba, Juan, para ese entonces. Que tal vez sí guardaba esperanzas. Tal vez sí, ahí sentado, bajo el foco de 100 watts del patio, sí fantaseaba mundos de ensueño mientras alojaba la noche escuchando alguna radio Am a bajo volúmen. Tal vez sí soñaba, desde el pulmón húmedo de ese hotel en el que vivía, que algo maravilloso estaba esperándole en cualquier otro sitio no tan lejano.
Mientras el mediocre Juan contemplaba esa especie de nada, cada tarde, se fue haciendo compinche de un niño que vivía en la habitación lindera al patio en donde él contaba las baldosas sin rayuelas. El pequeño, pasaba las tardes pegado a la ventana frente al mismo panorama que Juan pero su perspectiva era otra, en todos los sentidos posibles. Se cayeron en gracia, ambos. Tal vez el mayor veía en el menor, cierta proyección desconocida, algo de su esperanza suprimida, futuro...quién sabe...
Juan podría ser, tranquilamente, el abuelo de ese pequeño de 7 años, de origen boliviano, llamado Sebastián. Los padres de éste trabajaban casi todo el día y era cuidado por su hermana Gianella, de 12 años.
Juan conversaba con Sebastián como no lo hacía con nadie. Podría decirse que, ese jovencito que en nada habría de juzgarlo, era su amigo.
Es sabido que los hombres, desarrollan la burla de manera temprana pero no así la capacidad de juzgar; y eso de saberse “no juzgado” le daba tranquilidad al introvertido chaqueño.
Sebastián le contaba, desde hacía más de dos meses, los sueños que tenía para su vida adulta. “Aviador” decía el pequeño con gran seguridad, “cuando sea grande voy a ser aviador”. Juan, aunque no mostraba emoción alguna casi nunca, solía alentar al niño a seguir soñando y eso ya era bastante, sobre todo teniendo en cuenta que él había compartido escasamente la infancia de sus hijos, por razones de trabajo....."siempre trabajar de sol a sol para verse dignificado". Cargaba Juan, además, con una serie de intermitentes separaciones con Azucena así que la vida familiar era para él, una foto difusa.
Eran compinches Juan y Sebastián.
Cuando los padres del niño volvían del puesto ambulante que atendían en el barrio de Once, caída la tarde, Juan regresaba a su habitación. No era de socializar con sus vecinos. Saludaba atentamente y se encerraba. El no quería tener que recordarle al mundo lo evidente: cuán solo estaba. Tampoco quería contar sus preocupaciones y miserias.
Una tarde libre, habiéndose enterado Juan que su joven amigo cumpliría años pronto, decidió hacerle un obsequio y se largó a caminar hasta un golosinería de la calle Corrientes. Tenía 3 pesos en monedas y pensó que podría comprar algo que al niño pudiera gustarle. Caminó 30 cuadras. Estaba animado.... pero algo no iba a andar bien esa tarde.
Entró al negocio con paso acelerado, casi sonriendo, casi como si él fuera un niño. Le brillaban los ojos frente a las vitrinas con caramelos. Con las comisuras de los labios vacilantes y haciendo cálculos con los dedos, eligió un par de golosinas. De camino a la caja se detuvo un instante, con el ceño fruncido, en la góndola de los licores y vinos. Las comisuras volvieron a temblar. Juan sacudió la cabeza y siguió camino al mostrador. Hacía 20 días que nuestro hombre no se emborrachaba y no tenía planes de recaer ese tarde.
Juan sacó las monedas del bolsillo mientras hacía la cola para pagar, y las contó por enécima vez. El cajero y dueño del lugar; un hombre de gesto adusto, más bien gordo y con larga barba blanca, lo venía observando detenidamente desde que aquel pisó el local. Al momento de pagar, el robusto señor increpó a Juan hostilmente, sin siquiera saludarlo -"¿Qué tiene en el bolso?". Juan sonrió, sin entender al ofuscado cajero y le acercó el puñado de monedas, en silencio. -"Dije que ¿qué tiene en el bolso?", insistió el otro, más ofuscado todavía. -"Nada, Sr.", dijo Juan y miró, tímidamente, a las personas que lo rodeaban y observaban la escen atentamente. Ninguno de ellos hablaba pero estaban completamente preparados para oír cómo un hombre es capaz de humillar a otro públicamente y sin razón alguna.
Juan y sus clásicas dificultades para hallar las palabras, se vió muy angustiado por no poder desenvolverse. Casi no tenía reacción frente a semejante situación.
-"Muéstreme el bolso", dijo Natalio Lipstein que además del dueño del lugar, se jactaba de ser un reconocido prestamista de la zona. El frío señor Lipstein tenía colgado detrás de sus espaldas y debajo de un reloj dorado, un cartel con la inscripción : “Natalio Lipstein y familia les están muy agradecidos por su compra”. Juan observó ese pequeño letrero y con sus tímidas herramientas físico intelectuales registró en el cuerpo la paradoja que todo el contexto planteaba. Se volvió de nuevo hacia los demás clientes -que a la vista eran mudos- para luego dirigirse con gran corrección al sr. que, desde atrás de la caja registradora le clavaba puñales con los ojos, a la vez que golpeaba el mostrador con un anillo grande y brillante.
Lipstein tenía todo el poder ahí dentro para hacer lo que quisiese y lo demostraba. Manejaba con notable seguridad sus manos ágiles, experimentadas en el arte de tomarlo todo. Estaba en las antípodas de Juan. Era evidente.
“Manos seguras tiene el Sr Lipstein” pudo haber pensado Juan al tiempo que escondía las suyas, que no poseían más que marcas, en los bolsillos del pantalón de grafa.
-“Señor", dijo Juan -con una voz tan ténue como el descolorido de su chomba bordó- "En el bolso tengo un poco de ropa, cigarrillos y algunas herramientas de trabajo”
-“Pués muéstreme eso, entonces, antes que llame a la policía” dictó Lipstein y se ajustó un clip en la cabeza.
Juan miraba al dueño del negocio y del mismo aire que se cortaba, desconcertado. Con pena se fijó en el grupo de monedas brillantes que no valían nada allí arriba del mostrador y, de golpe, empezó a sentir un fuego que lo quemaba desde la garganta hasta el estómago. En ese estado fue abriendo el bolso.
Lipstein, así como cada cliente, esperaban con ansiedad el momento de ver a Juan mostrar el interior de su bolso flaco.
El escenario estaba montado, el público estaba impaciente y el actor, el desdichado personaje de turno, estaba aterrado de que lo gane la violencia más que de la patética burla espectante. En cuestión de segundos los ojos de Juan mutaron en un coágulo preocupante. Los otros clientes seguían en la fila con la bolsa de su compra en la mano. Si bien mostraban haber perdido la capacidad del habla daba la impresión que se habían vuelto, como potenciando un sentido en favor de otro, hiperperceptivos. Eran toda visión. No paraban de mirarse entre sí, como buscando cierta complicidad en un otro. Lo hacían cautelosamente pués nadie podía comprometerse más que con esas miradas rápidas. Hacer causa común con alguno de los principales implicados en la escena, podía jugarles en contra de su rol de “clientes” . Involucrarse, tomar partido del injusto diálogo reinante era generar más sentido que el que ya generaban como espectadores pasivos y eso, era mucho arriegar.
Finalmente, Juan mostró a don Natalio el contenido de su bolso. Lipstein dijo no ver bien y le pidió al obrero que lo vacíe delante de sus ojos, sobre el mostrador. En ese instante, frente a la burla de esas palabras, Juan sintió algo que nunca había experimentado. Perdió la vista dominado por su pensamientos. Se puede suponer que vió, como en un cuadro efímero, la trágica muerte de su hermano menor, allí en la última obra en la que trabajaron juntos. Tal vez vió la cara de Azucena rogándole que no abandone el hogar familiar. Tal vez pensó en su hermano Juan F. que está tras las rejas por un crimen que no cometió o tal vez se estaba viendo a él mismo,como en un espejo, tras las mismas rejas de siempre. Quién sabe que cosa se cruzó por la cabeza de Juan justo unos segundos antes de sacar el último objeto que traía en el bolso y golpear con él, en el más sepulcral silencio, la cabeza del sr. Natalio Lipstein.
Después de dicho golpe, los demás se expresaron por fin y todos a la vez. Gritaron espantados frente a la escena...frente a la sangre. Llamaron a la policía y corrieron a contarle al resto del universo la triste escena.
-“Gutiérre” dijo Juan al comisario que lo interrogaba, una hora después del suceso trágico. -"Podría ser más claro, hombre", sugirió el uniformado . -"Gu- tie-rre", repitió Juan en voz más baja que antes. Evidentemente, ya no tenía palabras ni para pronunciar su nombre. La desolación había ganado su alma por completo.
Si antes no tenía sueños y su alma estaba acalambrada, ahora dejaba ver que el lenguaje, el que a todos nos atraviesa y estructura como seres humanos, como sujetos sociales y deseantes; se le había cuasi borrado frente a la cruel interpelación del mundo. Sentía que si antes no tuvo palabras (porque no las aprendió, porque sus manos no pudieron tomarlas, porque la injusta repartición de todo también alcanza al lenguaje, porque hay lenguas oficiales y subalternas, porque hay individuos de primera e individuos de segunda o por la decena de motivos que fuere), ahora no podía pronunciar ni aquellas que sabía de memoria: su nombre y apellido. Su identidad, su subjetividad, le estaban siendo arrebatadas por la injusta mano que determina como las cosas deben funcionar.
Juan A. Gutiérrez fue condenado a 10 años de prisión por intento de robo y de homicidio . Lipstein sobrevivió al golpe y sigue atendiendo, personalmente, su negocio.
Juan vive en un profundo silencio aunque ensaya argumentos para sus hijos, que suelen visitarlo. Lástima que se queda siempre a mitad de camino en el relato. No logra explicarles cómo llegó a “desear” matar a otro hombre....aunque de seguro no usa semejante concepto, el débil Juan. "El deseo", tan indestructible como el mismo lenguaje, no era parte del vocabulario del desdichado hombre y mucho menos era él, como sujeto , destinatario de semejante expresión.
Julia Pirani
Una tarde, volviendo de análisis, entré a comprar unos dulces en un local de venta de golosinas y vi a un achacado hombre, contando unas pocas monedas con desgano frente a una góndola de chocolates. Lo observé bastante...
No sé porque pero no compré nada,como entré me fui. Aunque no, me fui llevándome la imagen de aquel señor, de humilde apariencia, que me acompañó algunas cuadras de las que pateé hasta casa (yo también tenía pocas monedas y decidí no usarlas en el bondi)
El destinatario de mi escrito "Visiones" me preguntó, una semana después, por algo que me haya conmovido (además de él) en los últimos días y yo le hablé de aquel hombre, de sus rasgos y de lo que me imaginaba acerca de él. Al tiempo escribí esa deforme historia, la de Juan
FOTOGRAFIA: SOLEDAD TORDINI laenamoradadelmuro.wordpress.com
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